Crítica El Padrino Parte III: El réquiem sin redención de Michael Corleone
La sombra de un legado imposible
A diferencia del brillo glorioso de las dos primeras películas, aquí todo huele a ocaso. Michael Corleone (Al Pacino), envejecido, enfermo y atormentado, ya no domina el juego: lo sobrevive. La distinción papal que recibe en los primeros minutos es puro humo institucional. Ningún reconocimiento borra la culpa por haber ordenado la muerte de su hermano Fredo. Ni la fortuna comprada con sangre puede comprarle paz interior.
Su enfermedad, una diabetes que lo debilita lentamente, es la metáfora perfecta: su cuerpo ya no procesa lo que su alma no puede olvidar.
Crimen, religión y decadencia
Francis Ford Coppola y Mario Puzo tejieron un guion ambicioso: la mafia ahora se infiltra en el mismísimo Vaticano. La trama mezcla ficción y hechos reales —la muerte repentina de Juan Pablo I, la caída del Banco Ambrosiano, el misterioso “banquero de Dios” hallado colgado en Londres— con un tono denso y casi bizantino.
Es una jugada arriesgada. Y aunque no siempre funciona con la misma fuerza, le da a la película un aire fascinante: la mafia ya no pelea solo con el Estado, sino con el poder espiritual. Y lo que encuentra ahí es igual o más corrupto.
Los herederos: violencia o redención
En medio de este derrumbe, surgen dos figuras que disputan el legado de Michael:
Vincent Mancini (Andy García): hijo ilegítimo de Sonny, impulsivo y carismático, encarna el retorno a la violencia instintiva del clan.
Mary Corleone (Sofia Coppola): ingenua, tierna y fuera de lugar en este mundo, representa una esperanza de redención… que se verá trágicamente frustrada.
El amor prohibido entre ambos nunca termina de convencer. No solo por su falta de química, sino porque funciona como un símbolo de la podredumbre moral del universo Corleone: la sangre que debía unir ahora contamina.
El alma rota de Michael
Pacino cambia de registro. Ya no es el gélido estratega de la segunda parte. Aquí está roto, vulnerable, lleno de arrepentimiento. La escena en la que se confiesa ante un cardenal es quizás la más íntima de toda la trilogía. “Todas las noches escucho los gritos”, admite entre lágrimas. Pero el perdón nunca llega. Ni para él, ni para el espectador.
Su relación con Kay (Diane Keaton) vuelve a ser central. Ya no hay ilusión: solo verdades duras y heridas abiertas. Kay le recuerda lo que Michael nunca podrá dejar atrás: "Nunca podrás cambiar".
Luces, sombras y un grito inolvidable
Visualmente, la película mantiene la atmósfera oscura de sus predecesoras, pero sin el mismo lirismo. El clímax, con la ópera Cavalleria Rusticana como telón de fondo, intenta replicar la genialidad de los montajes paralelos de la saga... sin alcanzarlos del todo.
Pero hay un momento que lo cambia todo: el disparo que mata a Mary y el grito mudo de Michael. Un alarido sin sonido, puro, desgarrador. Es el clímax emocional de toda la trilogía. Un hombre que lo perdió todo, incluso la voz para expresar su dolor.
Un final sin gloria
El último plano es devastador. Michael muere solo, al sol, en Sicilia. Sin ceremonia. Sin redención. Sin amor. Solo.
Y ahí está la verdadera fuerza de El Padrino Parte III. No es una obra maestra como las anteriores, pero sí una elegía poderosa. Un cierre triste y necesario. El pecado no se borra con donaciones ni con rosarios. Y Michael lo aprende tarde. Demasiado tarde.
¿Vale la pena verla?
Sí, con expectativas ajustadas. No es perfecta, pero es profundamente humana. Un epílogo imperfecto que le da al mito Corleone una últ
ima verdad: el poder absoluto solo deja silencio.
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